
Desperté a las 11 de la mañana con dificultad. La ley seca fue se había incumplido con gloria y era la hora de pagar los platos rotos: Desde la ventana de mi casa se veía la avenida Benavides llena de carros, combis y transeúntes. Hice un itinerario estratégico: descanso, desayuno, descanso, votar, almorzar y esperar.
Las redes sociales estaban calientes. “Sube, sube PPK” a diestra y siniestra. Los toledistas también asomaban más no ahuyentaban. Desde mi twitter lancé los últimos mensajes de apoyo y motivación para mi candidato, el gringo atrasador, con la intención de cerrar mi campaña virtual y emocional por un Perú democrático.
Eran las 3:20 de la tarde y, después de unos calurosos 20 minutos en el tráfico ya arribaba a mi ex colegio, el Inmaculado Corazón, para proceder con el ritual democrático de las elecciones. Irónicamente lo que me tomó más tiempo fue ver la mesa de votación en la que me tocaban. Esas listas gigantescas llenas de numeritos no hacían más que confundirme. Una vez que encontré mi mesa el resto del proceso vino con tranquilidad. Pasé aquí, firme allá, meta acá. Listo. Pedro Pablo acaba de ganar un voto más.
El sol se iba y con él la esperanza. Fui a la casa de mi enamorada para ver con ella y su familia lo lógico, lo trágico, lo devastador. Cuatro de la tarde y la boca de urna golpeaba sin compasión. Los conteos rápidos nos acercaban al K.O. La ONPE dio el golpe fulminante a un cadáver que se daba por muerto hace rato. Todo estaba dicho. Todo había sido consumado. “Qué lamentable” pensé. Y es que esta noche los perdedores no fuimos los seguidores del gringo y el Pepekuy; tampoco lo fueron los seguidores del cholo; ni mucho menos los simpatizantes del alcalde. Esta noche perdió el Perú. Esta noche perdimos todos.
Fue un domingo de resignación. Espero que en el 2016 nos toque uno de resurrección. Si es que no es demasiado tarde.
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